martes, 1 de octubre de 2019

El reto de una pequeña ciudad

Imías no se llega por casualidad. Es camino de paso, obligado para viajeros y transeúntes hacia la primera villa cubana Baracoa. Algunos llegan hasta aquí para descubrir, de primera mano, qué enamoró a Martí en estos parajes para escribir esa magistral Crónica que describe el lomerío de Imías, su gente, sus costumbres culinarias y esa manera peculiar de nombrar las cosas.
Se distingue  por su gente; esa que fue de generación en generación edificando sus casas, convertidos en arquitectos populares sin estudios, un poblado sin reordenamiento urbano capaz de darnos el nombre de Ciudad..  Los mismos que se hacen a la mar de agua salvaje para mantener la costumbre de la pesca, los que cultivan, hacen el carbón, educan, salvan vidas y sueñan.

Con esa calma en su cotidianidad de ciudadela dormida en sus noches apacibles y calurosas; sin grandes  ajetreos como Baracoa, con su manoseada vida turística, Imías, por algo extraño que se puede explicar bien poco, encanta, doblega, domina los sentimientos de aquellos que se fueron y más de los que nos quedamos en ella.
Eso vio José Martí en su insipiente estancia por aquí cuando, convencido, pensó que el lugar era como un concierto de luciérnagas y grillos, de lindos palmares y de majestuosas elevaciones de clima húmedo en la parte Norte, y ese gran contraste de lo más seco y menos lluvioso en el  Sur costero. Eso encuentra cada visitante a su llegada. ¿Por qué el encanto y ese sentimiento que se arraiga en los nativos de Imías, si no existen grandes atracciones?



Quizá a Imías  le hace falta un poco de dinamismo económico, un poco de maquillaje para el foráneo que quiere no solo leyenda sino confort: pintoresquismo moderno. 
En lo personal, prefiero esa pequeña ciudad que despierta en cada época,  que debe su nombre al vocablo aborigen, lleno de historia, leyendas, personajes real-maravillosos, de eso estamos hechos aquí.